Como apunta Francisco José Martínez Morán, “A lo largo de El buen amor, la voz de Víctor (hipnótica, perturbadora y alucinada) nos arrastra a la más culpable de las curiosidades: asomados a la claraboya de su lógica sin cauce, al lienzo tumultuoso por el que transitan sus monstruos íntimos, asistimos a la miseria de los días, repetidos y, al mismo tiempo, a la callada y ambigua gloria de sus ensoñaciones. Alrededor el mundo se desborda de torpeza, melancolía y mediocridad: el ahogamiento inevitable siempre está precedido por una breve, pero amplia, bocanada de resurrección.
Olga Bernad consigue, línea a línea, con la desbordante capacidad para la evocación que la caracteriza, un memorable mosaico de compasiones imposibles y castigos arbitrarios, de brillantes suciedades y oscuras redenciones, de tragedias cotidianas y expiaciones casi milagrosas: un discurso torrencial que brota desde la nada de un don nadie”.